Libertad de prensa: derecho en peligro

¿Quién protege al periodista cuando el agresor es el mismo Estado?
El sábado 3 de mayo se conmemoró el Día Mundial de la Libertad de Prensa, una fecha que sirve para recordar a los gobiernos, una vez más, que la libertad de expresión no es decorativa. No es un extra. Es un derecho fundamental.
Pero también es un día de reflexión para quienes hacemos periodismo, una pausa para preguntarnos en qué momento informar se volvió sinónimo de sobrevivir.
En México, el periodismo se ejerce con miedo. En este país, hacer preguntas puede costarte la vida. No es una figura retórica, no es una exageración. Es una realidad sustentada por cifras que duelen y se repiten. Cifras que, por su repetición, corren el riesgo de volverse paisaje.
Hace unas semanas, la organización Artículo 19 publicó su informe anual Barreras Informativas. Lo que ahí se documenta debería ser una llamada de auxilio nacional.
En 2024 se registraron 639 agresiones contra la prensa. Entre ellas, cinco periodistas asesinados: Roberto Carlos Figueroa, Víctor Alfonso Culebro Morales, Alejandro Alfredo Martínez Noguez, y Mauricio Cruz Solís. Cinco personas que hacían su trabajo, que contaban lo que otros no querían que se supiera, fueron asesinadas. En lo que va de 2025, Cayetano de Jesús Guerrero, Kristian Uriel Martínez Zavala y Raúl Irán Villarreal Belmont también fueron asesinados.
Estamos hablando de un promedio de una agresión cada 14 horas. UNA CADA 14 HORAS. ¿Qué oficio normaliza ese nivel de violencia? ¿Qué democracia puede mirar estos datos y no escandalizarse? ¿Nos hemos acostumbrado ya al horror?
Y el problema aquí no es solo la cifra, es el origen, es el quién. Porque no, el principal agresor de la prensa en México no es el crimen organizado, los cárteles o los hombres encapuchados. El principal agresor es el Estado, el propio gobierno, las policías, las fuerzas armadas. Las autoridades que, en teoría, deberían protegernos.
De las 639 agresiones contra la prensa en 2024, 287 fueron cometidas por agentes del Estado mexicano. A esto hay que sumarle las omisiones, los silencios, las carpetas que se empolvan y las amenazas que nunca se denuncian. Las conferencias mañaneras, donde se expone, insulta o desacredita a periodistas por nombre y apellido, son solo un ejemplo de un patrón sistemático de censura y violencia. ¿Cuántos más se necesitan para entender que no se trata de casos aislados, sino de un patrón sistemático de censura y violencia?
El problema no es que no haya leyes que protejan a los periodistas. Las hay. Existe el Mecanismo de Protección para Personas Defensoras de Derechos Humanos y Periodistas, por ejemplo. Pero está rebasado, desfinanciado, burocratizado. No hay una coordinación efectiva, no ha logrado garantizar la seguridad, y ni siquiera hay transparencia sobre la toma de decisiones. ¿Quién protege al periodista cuando el agresor es el mismo Estado?
Hacer periodismo en México es ejercer en un campo minado. Y no todos tienen la misma armadura. Las y los periodistas en medios comunitarios, en radios libres, en portales independientes son los más vulnerables. Aquellos que trabajan en regiones donde no hay reflectores, donde no hay redes de protección, donde una llamada de amenaza no se puede denunciar porque la policía es la que la hizo.
Y aún así, se sigue haciendo.
Aún con miedo, se sigue contando.
A pesar del silencio impuesto, hay quienes siguen preguntando.
A pesar de todo, el periodismo resiste.
Pero no basta con resistir. No basta con sobrevivir. No deberíamos romantizar la valentía. Necesitamos garantías, no solo homenajes póstumos. Necesitamos que el Estado deje de ser una amenaza. Necesitamos justicia. Porque una democracia sin libertad de prensa es una democracia en papel. Porque detrás de cada agresión hay una historia que se queda sin contar.
Y porque no basta con conmemorar.
Hay que incomodar.
