Cuando servir al Estado se vuelve una condena
Este país apaga la voz de las víctimas; Rosalinda no lo ha permitido.
En México estamos acostumbrados a quejarnos de las autoridades corruptas que se supone velan por nuestra seguridad. Como sociedad, no estamos equivocados al sentirnos decepcionados ni mucho menos al desconfiar de quienes integran cuerpos de protección como la policía o el ejército.
La historia mexicana nos ha dado razones de sobra para pensar así. Masacres como la de Tlatelolco en 1968, Acteal en 1997, Ayotzinapa en 2014 y muchas más —que alcanzan o no titulares— nos hacen recordar que las mismas instituciones encargadas de protegernos también han sido responsables de quitarnos la vida. La impunidad, constante en nuestra historia, hace que estas heridas no cierren; al contrario, las reproduce.
Vivimos en un México donde los crímenes llevados a cabo por las autoridades no son algo excepcional, sino parte de una realidad. A diario ocurren asesinatos que se quedan en la sombra, ejecutados por aquellos que se supone cuidan nuestra integridad. Pero las autoridades no actúan solas en estos crímenes; están inmersas en la realidad de un sistema mexicano que permite que los intereses de los cárteles del crimen organizado sean parte de las dinámicas del país.
De acuerdo con datos de la organización Causa en Común, entre 2018 y 2024 han sido asesinados casi 3,000 policías en México. Nuestro error es seguir viendo estos números como cifras: no lo son, y tampoco son casos aislados. Son personas cuya ausencia marcará siempre a sus familias. Estas personas son historias que representan la vulnerabilidad a la que se enfrentan aquellos que cumplen con su deber en un país donde la corrupción y el crimen organizado han permeado las instituciones de seguridad.
Rosalinda Ávalos es policía de investigación en San Luis Potosí, y así como hay autoridades corruptas, hay autoridades como Rosalinda que actúan con integridad dentro de un sistema quebrado. Cumpliendo con su deber, investigó y denunció a compañeros vinculados con cárteles del crimen organizado. Por hacerlo, comenzó a recibir amenazas directas dirigidas a ella y a sus hijos. Alertó a sus superiores, pero estas amenazas no fueron tomadas con seriedad.
El 11 de noviembre de 2020 un grupo armado irrumpió en su casa. Asesinaron a dos de sus tres hijos y dejaron herida a su hija mayor. Ese día, así como tantos otros en la historia de nuestro país, el sistema que debería protegernos nos volvió a fallar.
Rosalinda carga con el dolor de la pérdida de sus hijos —un caso que sigue sin justicia— y con el peso de saber que es miembro de un sistema que no funciona. El asesinato no es solo consecuencia de la existencia del crimen organizado, sino también del abandono institucional: el mismo sistema que recibió aquellas denuncias de amenaza y que no brindó las medidas de protección necesarias.
A pesar de todo, Rosalinda no se ha rendido. Ella misma es un acto de resistencia: seguir exigiendo justicia y mantenerse de pie la hacen ser una persona llena de coraje. Este país apaga la voz de las víctimas; Rosalinda no lo ha permitido.
Yo, como ciudadana, no me siento protegida por los cuerpos de seguridad. Y a Rosalinda, siendo parte de ellos, también la violentaron. Le pido perdón, porque aun siendo autoridad, ella también es víctima de un sistema que nos decepciona tanto a nosotros como civiles como a aquellos que intentan servir en un país que asesina la honestidad y la valentía.
¿Cómo podemos confiar en un sistema que todos los días demuestra su incapacidad para protegernos? ¿Cómo esperar que existan policías o militares honestos si cuando actúan con rectitud terminan siendo castigados con sangre? ¿Cómo tener fe en un sistema que permite la corrupción? ¿Cómo esperar que mis seres queridos y yo seamos protegidos por las autoridades?
Hoy Rosalinda enfrenta una nueva amenaza. Recientemente ha sido demandada por uno de los actores intelectuales del asesinato de sus hijos, y se han presentado testigos vinculados a un cártel. ¿La razón? Intimidarla y hacerle saber que sigue en peligro. A pesar de lo que Rosalinda ha tenido que vivir y de la existencia de un riesgo inminente, ni la Comisión Estatal Ejecutiva de Víctimas de San Luis Potosí ni la Fiscalía General del Estado de San Luis Potosí han cumplido con su obligación de brindarle una protección adecuada.
Actualmente, la abogada Priscila Monge y el activista Miguel Meza, de la organización Defensorxs, están acompañando a Rosalinda y a su hija en la búsqueda de medidas de protección efectivas. Su trabajo me da esperanza y me hace recordar que hay personas que creen y luchan por la justicia, incluso cuando el Estado se empeña en no brindarla.
Las autoridades no pueden seguir permitiendo que ocurran estos casos, mucho menos ignorarlos. Es su deber no solo garantizar la justicia ante casos como el de Rosalinda, sino prevenir que ocurran y brindar la protección necesaria. Es imposible ignorar que vivimos en un contexto mexicano donde, desgraciadamente, escuchamos estas historias todos los días. Y cada día que pasamos sin seguridad, sin empatía institucional, sin reconocimiento de esta situación, sin medidas necesarias para combatir la corrupción y el crimen organizado, el Estado se convierte en cómplice de la violencia que dice combatir.
En México asesinan y desaparecen personas inocentes todos los días debido al crimen organizado, pero ya no basta con decir que son ellos los únicos responsables; sería muy simple. Estas personas también son víctimas del Estado: por su ineficiencia, su indiferencia y la impunidad que otorga frente a estos actos. Las autoridades ya son los cárteles, ya son el crimen organizado y ya son quienes también perpetúan estos actos.
Nuestro papel como ciudadanos también es proteger a nuestras autoridades. No podemos dejar que el miedo y la indiferencia sean nuestros valores rectores. Si una autoridad honesta es silenciada, perdemos todos. La justicia no debe depender de aquellos que la buscan: es una obligación institucional. Ningún servidor público o sus seres queridos deben pagar con su vida el costo de la verdad y la justicia.
En México, ejercer un trabajo honesto e íntegro como autoridad es razón de asesinato; defender los derechos humanos o el medio ambiente es razón de asesinato; buscar a un familiar que fue desaparecido y luchar porque se haga justicia es razón de asesinato; ser mujer es razón de asesinato. El simple hecho de ser mexicano, desafortunadamente, se ha vuelto razón de asesinato.
Por la memoria de todas aquellas personas que faltan en la mesa de su casa. Por las familias que resisten. Por las autoridades que con honestidad sirven dentro de un sistema roto. Por la lucha en un país que ha normalizado la ausencia de miles de seres queridos. Por personas como Priscila Monge y Miguel Meza, que dedican su trabajo a los demás.
Por Carlos Osiel Aguilar Ávalos y Daniela Vionette Aguilar Ávalos, hijos de Rosalinda que fueron asesinados por miembros en activo de la policía de San Luis Potosí.
Por Yajaira Jocelyn Castañeda Ávalos, hija de Rosalinda y sobreviviente del atentado del 11 de noviembre de 2020.
Por Rosalinda Ávalos, una policía de investigación que, por hacer bien su trabajo, perdió lo que más amaba.
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