Sueños rancios

Sueños rancios
Andrea Ceballos
Mi feminidad resiste como garrapata aferrándose de mis orejas como forma de resistencia a la hiper masculinización de la abogacía. 

Es martes, llego a la oficina diez minutos antes de las nueve. Hoy logré vencer al tráfico de esta monstruosa ciudad, solamente hice una hora veintitrés minutos. Digo sólo y me dan ganas de vomitar. El cansancio me respira en la nuca y por más que trato de esconderlo con el concealer que me compré la quincena pasada, siento como se me calienta el cuello con cada exhalación. Tenso la mandíbula, me duelen los músculos de la cara y mis dientes se desgastan todavía más. Me pregunto de qué tamaño serán mis molares cuando envejezca después de tanta erosión. Últimamente pienso mucho en el paso del tiempo y lo hago con tal nostalgia que se me viene a la cabeza el pensamiento mágico sobre la edad de mi alma. ¿Será ésta la misma que la edad de mi cuerpo?

Las manos me sudan alertando que hay mucha cafeína en el sistema, que necesito un día de descanso y no lattes con leche de avena que se comen mi salario como termitas. Me seco las manos en el pantalón negro sastre dándole una cachetada al cansancio. Ya sólo uso pantalones negros para venir a la oficina. Ser mujer en una industria llena de hombres es un esfuerzo constante para que detrás de cada logro me vean por éste y no por mi culo. Un trabajo extra para demostrar mi plusvalía en el despacho, más allá de mi sexo. Mi feminidad resiste como garrapata aferrándose de mis orejas como forma de resistencia a la hiper masculinización de la abogacía. Y el poco maquillaje que llevo en la cara y la sensibilidad con la que tránsito el mundo se vuelven un discurso de rebeldía.

Saco de mi bolsa de manera automática y en el mismo orden de todos los días,  mi computadora, la libreta, una pluma negra y otra roja, un chapstick y mi termo con agua. Parte de crecer es crear hábitos sin sentido que se nos enredan en los pies como raíces de ceiba para jalarnos al piso y crear distancia entre lo que somos y lo que soñamos ser. Ahora pienso mucho en los sueños, en los que se me escapan de las manos, en los que ya huelen a rancio, en los que tienen mis uñas marcadas de tanto aferrarme a ellos, en los que se vienen a presentar tocando el timbre para ver si les abro la puerta, en los que están sentados en la sala de espera con los brazos cruzados y en los que ya casi ni alcanzo a ver pero por alguna razón siguen brillando.

Todo eso pienso y todavía ni siquiera son las nueve de la mañana. Quiero que todos los pensamientos me visiten antes de que empiece mi jornada laboral. Después, mi cabeza sólo es para los casos que tengo que resolver. Al dos para las nueve, llega a mi mente la propuesta que tanto he tratado de evitar. El ascenso que me ofreció Javier el jueves pasado.

–Pensé que te ibas a emocionar con la noticia, has trabajado tanto para obtener la promoción. No entiendo qué es lo que te detiene. Este es tu sueño– dijo Javier con el tono peyorativo que siempre usa con sus empleados.

Era verdad, llevaba más de siete años vendiéndole mi alma a esa empresa para obtener el ascenso. Este era el sueño de la Alina de veintitrés años que entró a este distinguido despacho. El ascenso es un contrato con el diablo, una entrega del tiempo, un tatuaje en la piel, un lunar en medio de la frente. Es tanto que se vuelve inevitable no verlo. No verlo en los socavones debajo de los ojos por falta de sueño, en la irritabilidad que destila por los poros del cuerpo, en los dientes amarillos de tanto café, en los ojos incendiados, en las uñas con mordidas de ratón.

Hace cuatro años pensaba en el éxito como un lugar de destino. Como la meta al final de un sendero en el que arden las piernas y duele el cuello de tanto mirar hacía arriba. Creía que el éxito era el reconocimiento, dinero, escalar mi carrera profesional y construir un nombre que suene. El ego me hizo creer que todo lo que tenía que alcanzar iba de las barreras de mi cuerpo hacía afuera. Y por años seguí esa fórmula con los ojos cerrados y los brazos extendidos y sólo alcancé a cachar aire. Más caminé y más vacío encontré.

A un minuto de las nueve pienso en que me gusta tomar café frente al mar, en las mañanas sin tiempo que despierto junto a Tom, en las manos de mis padres que se van haciendo viejas, en que hay sueños que huelen a rancio y que hay una persona que es más valiente que la que sigue sus sueños: la que deja morir los que ya no llevan su nombre. 

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