Siempre fui una princesa Jedi

Siempre fui una princesa Jedi
Renee Ontiveros 

Me llamaban rara, exagerada, violenta, explosiva… 

Desde que tengo memoria el mundo ha sido un lugar ruidoso, confuso y, muchas veces, cruel. Como persona autista, crecí sintiendo que no encajaba en ningún lado. Las reglas sociales eran como acertijos sin solución, las luces demasiado brillantes, los sonidos demasiado fuertes. Y como si eso no fuera suficiente, fui blanco del bullying desde muy temprana edad. Me llamaban rara, exagerada, violenta, explosiva… Palabras que se clavaban como sables de luz oscuros en mi autoestima. Pero hubo un lugar donde siempre me sentí a salvo. Un universo lejano, muy lejano, donde el dolor también era parte del viaje, pero donde la diferencia era una fuente de poder: el universo de Star Wars.

 

Más que naves espaciales y batallas épicas, lo que me dio Star Wars fue algo mucho más profundo: referentes. Mujeres fuertes, sensibles, contradictorias, sabias, valientes. Princesas que luchan con blasters en la mano. Jedi que sentían miedo pero lo enfrentaban con compasión. Rebeldes que no pedían permiso para existir. Estas chicas me mostraron que la fuerza no siempre grita; a veces tiembla, pero nunca se rinde.

 

Leia Organa fue la primera. No era sólo una princesa: era una líder. Sarcástica, feroz, con el corazón roto por la pérdida de su planeta, pero nunca dejando que la tristeza la venciera. De niña, me aferraba a ella como a un escudo invisible. Cuando en la escuela me excluían o se burlaban de mí , me imaginaba a mí misma en una celda del Imperio, esperando el momento para escapar, sabiendo que yo también tenía la Fuerza. Que era una princesa Jedi, aunque nadie más lo supiera.

 

Años más tarde llegó Rey. Una chatarrera solitaria en un planeta de arena. Como yo, había aprendido a sobrevivir en un mundo que no la comprendía. También ella se sintió “demasiado sola, demasiado intensa, demasiado confundida”. Pero su poder no venía solo de su entrenamiento, sino de su empatía, su deseo de encontrar su lugar. Rey me enseñó que incluso cuando te dicen que no perteneces a ninguna parte, puedes construir tu propio hogar. Y que tu sensibilidad no es una debilidad: es una brújula.

 

Jyn Erso, Ahsoka Tano, Padmé Amidala, Hera Syndulla, Sabine Wren, Rose Tico… cada una de ellas me ofreció una nueva pieza para reconstruirme. No eran perfectas, pero en sus errores también hallé consuelo. Porque yo también cometía errores, y muchas veces, como autista, me sentía culpable por no “entender” cómo debía actuar. Estas mujeres me mostraron que hay muchas formas de ser valiente. Que hablar cuando nadie más lo hace también es heroísmo. Que sentir profundamente es un superpoder.

 

El feminismo, al igual que mi saga favorita, me enseñó que resistir es existir. Y como mujer neurodivergente, resistir es también reconocerse digna, incluso cuando el mundo insiste en hacerte invisible. Las mujeres de Star Wars me ofrecieron un lenguaje emocional cuando el mío parecía incomprensible. Me dieron permiso para sentir, para pelear, para sanar. No me vi reflejada en ellas por lo que hacían, sino por lo que eran: complejas, humanas, mágicas.

 

Hoy, cuando vuelvo a ver las películas o las series, ya no solo lo hago como fan. Lo hago como la niña que fui, que necesitaba un refugio. Como la adolescente que soñaba con tener una hermana Jedi que la entendiera sin hablar. Y como la adulta que sigue luchando todos los días para que las personas autistas, las mujeres neurodivergentes, tengamos voz, espacio y representación.

 

Porque sí. Siempre fui una princesa Jedi. No porque tuviera un sable de luz (aunque me encantaría), sino porque aprendí a sobrevivir en un mundo hostil, con el corazón lleno de estrellas. Porque como Leía, Rey, Ahsoka y tantas otras, sigo aquí. Con cicatrices, con ternura, con fuerza.

 

Y la Fuerza siempre ha estado conmigo.

audio-thumbnail
Audiocolumna
0:00
/263.16