El sonido del caos

Prefiero este caos de canciones, aunque me pierda en él, a un silencio perfectamente programado por la industria.
Hace unas semanas fui a un evento sobre el futuro de la música. Un espacio donde, en lugar de hablar en pasado, se hablaba con verbos que miran hacia delante. Entre los diversos paneles, uno me dejó pensando: La música y la tecnología. Se habló de muchas cosas: de cómo usar o no la inteligencia artificial, de cómo imaginan la creación musical en unos años, pero hubo un tema que causó debate. Lo llamaron “ruido digital”, un término para describir el torrente inabarcable de canciones que se suben cada segundo a las plataformas. Música que, en su mayoría, nunca escucharemos. No porque no valga la pena, sino porque la vida no alcanza para tanto. Hablaban de la sobreproducción musical: ahora cualquiera puede crear, subir y distribuir música con solo una computadora, y eso, según algunos, ha hecho que se pierdan la calidad, la curaduría y el filtro. A eso lo llaman ruido.
Bruses, una de las artistas que estaba en el panel, decía que es increíble que ahora cualquiera pueda hacer música desde casa. Pero también reconocía que lo masivo, lo simultáneo, lo inmediato, genera una especie de interferencia. Como si el deseo de sonar se hubiera vuelto más importante que el sonido mismo.
Ambas posturas me hacen sentido, pero la segunda me genera cierta incomodidad. No creo que la música se haya degradado porque ahora hay “demasiada”. Esa idea me suena a nostalgia de quienes extrañan el privilegio de tener el micrófono exclusivo o de quienes tuvieron que recorrer un camino más largo para hacerse escuchar. Esta libertad, en cambio, ha dado voz a artistas que, de otra forma, no habrían llegado a nosotros.
Hay señales que antes no tenían cómo transmitirse. Hay canciones que nacen desde lugares inesperados, sin mediadores. Hay identidades que encuentran su frecuencia, aunque no figuren en los algoritmos de moda.
Muchos de mis artistas favoritos no habrían existido, o no como los conocemos, si no fuera por eso que, hoy, algunos llaman “ruido”. Tomo como ejemplo a Rodrigo Torres, mejor conocido como Nsqk. Empezó en casa, componiendo, escribiendo, interpretando y produciendo su propio material con ayuda de bibliotecas de sonido como Splice y plataformas que permiten compartir música fácilmente, como SoundCloud. Así creó Botánica, su primer EP, durante la pandemia, sin disquera. Hoy está a punto de llenar por segunda vez el Palacio de los Deportes. Clairo subió Pretty Girl a YouTube en 2017, una chica con una laptop en su cuarto que se viralizó. Girl in Red comenzó igual: grabando sola, hablando de salud mental, amor y deseo, sin pedir permiso. Tainy, uno de los productores más influyentes del reguetón, también empezó experimentando desde una computadora en Puerto Rico. Estos son solo algunos nombres que hoy forman parte de mi playlist cotidiana. Todo eso es ruido digital.
En lugar de ver el ruido digital como algo negativo, para mí es fascinante. Prefiero este caos de canciones, aunque me pierda en él, a un silencio perfectamente programado por la industria. Porque a veces, entre tanto ruido, una canción te encuentra. Y no hay algoritmo que pueda predecir ese momento.
La verdadera conversación, creo, no es si hay “demasiada música”, sino cómo llega ese ruido a nosotros. O, mejor dicho, quién decide qué llega y qué no. Una de las artistas del panel decía que ahora el éxito de una canción depende de si TikTok la vuelve viral o si Spotify la incluye en una playlist recomendada. Muy poco nos llega de manera orgánica, y hay que entender cómo opera la lógica de visibilidad en este nuevo ecosistema donde todo está al alcance, pero nada está garantizado, y el algoritmo se ha convertido en un filtro cultural, un mapa invisible que define lo que creemos elegir.
Lo digital nos dio acceso, pero también nos impuso otra forma de validación: la del dato, la del número, la de la métrica. ¿Y si lo que importa ya no es crear, sino acumular reproducciones? ¿Y si el arte se empieza a medir como si fuera tráfico web? ¿Y si confundimos “tener alcance” con “tener sentido”?
El futuro suena raro, inmenso, a veces abrumador. Pero suena. Y muchas de esas voces que hoy resuenan no habrían tenido oportunidad hace veinte años. Tal vez eso es lo que incomoda: que ya nadie tenga que pedir permiso para sonar.
