Sobre ensuciarse las manos

Sobre ensuciarse las manos
Esculpir me obliga a estar presente, me conecta con la magia que hay en crear algo desde cero.

Desde que aprendí a distinguir el lenguaje diferente de la verticalidad de un árbol, del que nos habla mediante la elasticidad de un cuerpo o el juego de un volumen, siempre he encontrado en la forma un medio de aproximarme al sentido de las cosas, de descubrir la armonía del universo. (Extracto del discurso de ingreso de Ángela Gurría a la Academia de Artes. Fue la primera mujer inscrita en esta institución.)

Estos últimos meses, metida en un taller de escultura, con las manos sucias, he conectado con una parte de mí que no frecuento mucho. El mundo hoy te obliga a estar en la mente. Pensar lo mismo todos los días. No nos da tiempo de pensar, de aburrirnos, de crear.

Esculpir para mí ha sido una manera de salirme de esa vorágine, de obligar a mi mente y a mi cuerpo a estar en una situación que no entra dentro de la caja de lo que he hecho toda mi vida.

Mezclar kilos de polvos distintos en un barril, cubrirlo con agua. Y luego, esperar. Días. Regresar y mezclar con una herramienta que se parece a una perforadora de pavimento. Y luego trasladar la mezcla a un contenedor de piedra para que se seque. Y luego, esperar. Días.

Regresar y esparcir la mezcla en superficies de yeso para que termine de perder humedad y poder amasar. Y luego, esperar. Horas. Regresar y empezar a amasar. Kilos y kilos. Usando mis manos y todo el peso de mi cuerpo. Y luego, esperar. Días.

En este proceso he descubierto más cosas de las que me imaginaba. Primero: hacer cosas que se salen de lo ordinario genera pensamientos y emociones que se salen de lo ordinario. Esculpir me obliga a estar presente, me conecta con la magia que hay en crear algo desde cero, desde la nada, usando mis manos. Darle vida y forma a una imagen abstracta. Me obliga a dejarme ir, a fluir con el proceso. Y, al mismo tiempo, a aceptar lo que es: los tiempos que no puedo acelerar, el material que no responde a la forma que quiero darle, los colores que salen y que no escojo.

Un par de meses de esculpir me han hecho darme cuenta de la magia que hay en no vivir acelerada. Me han demostrado que no todo tiene que ir a mil kilómetros por hora, que los procesos llevan tiempo y que no por ser más rápidos son mejores. Al contrario, a veces, entre más tiempo y espacio le demos a las cosas para que se asienten, para que cuajen, el resultado es mejor.

Esculpir me ha hecho renovar mi relación con la paciencia, tan poco practicada (por mí, especialmente), como lo han hecho también las orquídeas que me regala Sebastián, otras maestras improbables de esta virtud y de que todo en esta vida es cíclico; a veces solo tenemos que observar, nutrir con paciencia y esperar. Sin teléfono, sin nada con lo que entretenerme mientras se seca la pasta blanca en el yeso, ¿qué puedo hacer? Nada. Echarme en el sol y esperar.

Un baile perfecto entre energía femenina y masculina: ser y crear, fuerza bruta y delicadeza absoluta, hacer y esperar. Ser creadora y al mismo tiempo solo un canal. Usar la cabeza y luego solo conectar con la emoción.

Para después, regresar a mi casa, sucia de barro, satisfecha y con la cabeza en blanco.

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