La vida como boceto

Por temor me he quedado en lugares que ya me estaban dando un beso de despedida, me he rozado las manos por no saber soltar y he dejado de reconocer mi propio reflejo.
Uno de los descubrimientos más grandes en esta etapa llamada adultez ha sido el de las decisiones. Crecí pensando que las decisiones se tomaban con la premisa de que siempre hay una decisión correcta y una incorrecta. Que a la hora de decidir, siempre, se tiene que escoger lo correcto, lo bueno. Por muchos años pensé que los adultos sabían distinguir, con la sabiduría que daba la edad, entre la decisión buena y mala. Que así se vivía, tomando siempre los caminos floreados.
Para mi sorpresa, ahora que me encuentro con una libertad que se me desborda de las manos, me doy cuenta de lo inocente de esa idea. Lo infantil de entender la vida como un juego con reglas. Que los niños creen eso porque a los adultos les conviene que lo creamos. Creo que les da seguridad en medio de la incertidumbre, poder entre la vulnerabilidad, guía en la oscuridad.
A mi, como la ansiosa innata que soy, me tranquilizaba pensar en esta idea de la dualidad de las decisiones. Porque entonces sólo se necesitaría un poquito de razón y lógica para saber por dónde ir, a qué renunciar y qué elegir. Pero, para mi mala suerte, la vida no se maneja con reglas inamovibles. Sino, que cada persona con el camino recorrido, su entorno, las tristezas que carga y lo que le emociona, elige con las herramientas e información que tiene en ese momento.
La realidad es que las decisiones son más circunstanciales que cualquier otra cosa. Hay factores, conscientes e inconscientes, que nos hacen nadar en ciertas aguas, aún cuando no sean las más tranquilas. El otro día, mientras mi cabeza estaba atorada en un eterno loop de por dónde ir y el miedo a equivocarme me paralizó, mi mejor amiga me dijo con la practicidad que la caracteriza:
–Deja de pensar en cuál es la decisión correcta y empieza a pensar en qué se te antoja más en este momento con la información y lo que sientes hoy.
Así de simple y así de cierto. Y es que pensar en que SIEMPRE tengo que escoger lo correcto, sólo me ha causado una ansiedad asfixiante por el miedo que me da equivocarme. Y por ese temor me he quedado en lugares que ya me estaban dando un beso de despedida, me he rozado las manos por no saber soltar y he dejado de reconocer mi propio reflejo.
Toda mi vida he luchado contra mis instintos porque a veces me quieren llevar por el camino que no es el “indicado”, que no es el más “inteligente” o el más “práctico”. Pensar que solo hay una decisión correcta es, entonces, creer en que hay solo un sendero por donde arrastrar los pies. Y mis pies, a los que siempre les ha gustado bailar y saltar entre las rocas, se sienten pesados de repente por no querer eso que mi mente desea que elijamos.
Me sigo acostumbrando a esta nueva verdad. Me cuesta soltar el control de querer protegerme, de no querer pisar tierras movedizas y de solo ir por el asfalto. Me emociona y me aterra, en la misma medida, pensar que puedo hacer lo que más se me antoja, porque nunca hay equivocación, solo hay lección y redirección.
Trato de empezar a ver las decisiones como lo que son: portales. Portales y no finales. Que ninguna decisión es permanente mientras haya vida, y que mientras haya vida, siempre, siempre hay oportunidad de volver a elegir.
Escribir esto me hace pensar en uno de mis libros favoritos. En La insoportable levedad del ser Milan Kundera escribe de este tema mucho mejor que yo:
“No existe posibilidad alguna de comprobar cuál de las decisiones es la mejor, porque no existe comparación alguna. El hombre lo vive todo a la primera y sin preparación. Como si un actor representase su obra sin ningún tipo de ensayo. Pero ¿qué valor puede tener la vida si el primer ensayo para vivir es ya la vida misma? Por eso la vida parece un boceto.
Pero ni siquiera boceto es la palabra precisa, porque un boceto es siempre un borrador de algo, la preparación para un cuadro, mientras que el boceto que es nuestra vida es un boceto para nada, un borrador sin cuadro.
“Einmal ist keinmal”, repite Tomás para sí el proverbio alemán. Lo que sólo ocurre una vez es como si no ocurriera nunca. Si el hombre sólo puede vivir una vida es como si no viviera en absoluto”.
Quiero jugar esta vida más ligera, sabiendo, como dijo Kundera, que la vida es solo un boceto. Y qué necia sería vivirla como si fuera el ensayo de algo que nunca existirá

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